02 septiembre 2016

El "yo no me meto en política" se quedó obsoleto (e inconveniente)

La frase "yo no me meto en política para evitar problemas porque sino trabajo no como" no solo quedó obsoleta sino se demostró como falsa.
No se evitaron problemas, ni peos, ni rollos, y mucho menos que la política no se metiera contigo: las expropiaciones, controles de precios y divisas provocaron corrupción y malversación que sentimos a diario en escasez, colas, desabastecimiento, discriminación para entrega de casas, bolsas de comida y dólares con una ñapa de inseguridad ciudadana, violencia, mafias carcelarias y persecución política.
Nadie está realmente bien si otro está mal. Porque la vulnerabilidad de alguien pone en peligro a todos. Bien sea por la posibilidad que un alguien le de un arma, lo "ayude" para vender droga, su cuerpo o cualquier otro delito. Porque compartimos el espacio público, los servicios, las ciudades y el destino común. Estamos conectados aunque lo olvidamos o creemos que no.
Como el general que me dijo que él siempre bebía agua importada pero se quedó pasmado cuando le pregunté si el uniforme también se lo lavaban y él se bañaba con Perrier, al desdeñar la contaminación de ríos y lagos. O como bien refleja la película "Piedra, papel o tijera" cuando la infidelidad, la corrupción policial y los conflictos laborales trascienden las clases sociales porque los problemas se tejen entre personas que se cruzan entre sí a pesar de sus diferencias.
Involucrarse en política no es asumir un color, como una pandilla o club, ni matarse a golpes en una manifestación o ver muchísimo un canal de televisión. Va desde lo cotidiano de preocuparte por el tipo que durmió en la acera, lo que pasa en la escuela de tus chamos y no comerse la luz, estar informado y enterado, no botar papeles en el piso, votar siempre, manifestarte en contra de decisiones que te parecen arbitrarias, involucrarte en la cuadra, pagar el condominio y saber y exigir quien es tu concejal, formalizar la denuncia, meter la carta en la alcaldía.
Ser ciudadano en lugar del rey del vertedero, que mientras está arriba y bien -con los suyos- no le importa que viva sobre la basura. Está bien surgir, crecer y aspirar, pero también eres vulnerable y estarás en peligro si tu entorno lo es. La solidaridad incluso es conveniente: reducir la pobreza nos beneficia a todos, nos libera por igual y reparte riquezas que se disfrutan tanto individual como colectivamente.
Lo otro es tener el TV HD en el rancho de zinc que nació de una invasión. O ponerle rejas, rayos láser y cámaras a la mansión. O irse del país con nostalgia y preocupaciones que se te meten en la maleta aunque no quieras. O vivir en un país que por 17 años ha confiado en un régimen que muchos alertaron que no era democrático, que no era justo, que era vengativo y que sigue insistiendo en las mismas medidas para convencer que lo único que falta es voluntad, y ganas y dejar la conspiración.
Aunque las fincas expropiadas sean un monumento al abandono con decorado terrible de monte y destrucción. La gente trabaja pero no siempre come...

El largo aliento

En un memorable artículo de Orsai, el escritor argentino bromeaba sobre si como los perros uno pudiese ponerle símiles a la edad de los países con la de los humanos, en Latinoamérica fuésemos adolescentes en comparación con ancianos como Japón o lesbianas cuarentonas como Finlandia. Eso implicaría además comportamientos hilarantes como tener una banda de punk, empezar a tener tetitas y actuar impulsivamente.
Recuerdo cuando a los 19 años me fui del país para hacer metal en Holanda porque en Venezuela "nunca" habría espacio, futuro ni ambiente. Irónicamente no me fui a México, Argentina o Colombia donde en patrones culturales similares si existiría eso. Tampoco quería dedicar mi vida entera a contribuir si yo no lo disfrutaría. Una mezcla de hablar mal del país (lo que por tanto debe incluir a mi familia, crianza, amigos y a mí mismo) con falta de identidad, cortoplacismo e individualismo egoísta.
Y no a juro todos tenemos que ser activistas por las generaciones que vienen, pero tampoco debemos condenar a los demás a desilusionarse porque tú no vas a vivir los frutos de lo que trabajas pasado mañana. Como hace un par de meses un buen activista social de unos 21 años me dijo desilusionado: "uno que tanto lucha y no ve el cambio" mientras conozco a un colombiano nacionalizado venezolano que en Catia a sus 61 años dice "todo lo que podemos hacer todavía" con alegría. Perspectiva.
Como la que obtuve cuando me empezó a gustar en el exterior todo lo que creía que odiaba de Venezuela. Incluido el joropo y el amiguismo inmediato. Yo era más criollo de lo que suponía, me atrevía o incluso sabía que era. Aunque es distinto a serlo a otros, era innegablemente producto de las decisiones que había tomado, también de la cultura que me había rodeado, para bien o mal, como adopción inconsciente o rechazo -o presunto- que exhibía. Cuando regresé me dediqué entonces a organizar toques, manejar bandas, escribir en revistar y luchar por algo que amaba: el rock en Venezuela.
Yo tengo varios ideales que superarán mi tiempo de vida, pero que no me impide luchar por ellos cada día. La libertad de expresión, las ciudades inclusivas para todas y todos, la preservación del ambiente. Problemas demasiado graves como para que se solucionen pronto, y que puede molestarte que no se cumplan protocolos ambientales, leyes de protección al periodismo o violaciones de Derechos Humanos. Y mi actitud, mi yo, mi microcosmos, lo que no me gusta del mundo que todavía tengo, de la que soy reflejo, en la que aún soy problema en lugar de solución. A veces por omisión.
Y así me siento con la marcha que cerca de un millón de venezolanos protagonizaron ayer. Del trabajo periodístico para cubrirlo. De abogados, activistas y ONGs que se movilizaron para proteger y defender a la gente de la vulneración de derechos. De espontáneos y organizadores, de todo lo sucedido ayer que dejando en pelotas al rey orgulloso, mostró cómo tenían el cuchillo en los dientes, como una "marchita" los hizo detener a 37 personas en 48 horas, a un presidente decir vulgaridades en vivo pasándose por el Arco del Triunfo el exhorto de la politizada Conatel, de policías trancando vías, asfaltando excusas y corriendo la arruga, tratando que indígenas, médicos, mujeres y chamos con diversidad funcional no aparecieran, porque no son parte de Consejos Presidenciales de conmigo o contra mí.
Porque 17 años son muchos para un perrito pero no para un país, y no es nada dentro de la vida del planeta para luchar contra el Cambio Climático o ni siquiera imagino cuánto más para que haya plena libertad de expresión, Derechos Humanos, democracia, cultura colaborativa, respeto por la otredad o equidad en todo el planeta, en todo el país, en toda la ciudad, en todo el barrio, en toda la cuadra o en toda mi familia. Venezuela ha tenido dos siglos de presidentes.
Venezuela ayer perdió frente a Colombia 2 a 0 con Dany Hernández parando dos penales y un uno a uno con James Rodríguez. ¡Qué arrecho, chamo! y ¡qué cagada otra vez! Lo transmitieron por TV, mucha gente lo comentó por Twitter y me acuerdo de mi álbum de Italia 90 con el camino premundialista de cada país. La Vinotinto siempre con solo derrotas, abultadas por demás y detrás de la ambulancia. Un camino andado, logrado, de crecimiento, con jugadores en Europa y Latinoamérica, aunque antes eran desconocidos que apenas podían vivir profesionalmente.
Ayer la MUD logró reavivar la calle, sorprender a todos al terminar la marcha antes que llegara la tarde-noche para reducir que el gobierno-PSUV (como en las elecciones) se pusiera (más) violento e intimidatorio. Cumpliendo la promesa de ser pacíficos y no alentar ningún golpe de Estado. Plantear una agenda de movilización, de expresión y de participación, un plan a futuro, de lo que se hará y seguirá haciendo mientras en la Av. Bolívar, el combo temporal en el poder se quedó hablando del 11A, de logros de un pasado con petróleo caro y del recuerdo.
Porque ahora es que quedan cosas que habrá que hacer por y para Venezuela. Y no bastará una vigilia, ni una insistencia de 48 o 72 horas. Como los buenos reclamos, las cosas difíciles que valen la pena o los sueños, pueden requerir incluso toda la vida, pasando el testigo a próximas generaciones o tardar más que dos décadas. Ganarse una medalla olímpica, sacar un doctorado o triunfar en los negocios. Construir un destino común.