Entre el 21 de junio de 1999 y enero del 2002 viví sin documentos que me avalaran como residente legal en Europa. Primero lo hice al mudarme a Ámsterdam, Holanda, con casi todos los miembros de mi banda "Mystical Darkness", con las ganas de vivir en un lugar con mejores condiciones para el género musical que practicábamos o esa era la idea. En ese país ya vivían y hacían carrera los paisanos de Agresión y Laberinto. Como las leyes de ese país -al menos entonces- prohibían que te pidieran papeles a menos que te capturaran en un delito de forma "in fraganti", mientras no hicieras nada ilegal, estabas bien. Casi todos trabajábamos en Waterlooplein, un mercado al aire libre, donde también lo hacían muchos "sin papeles". Queda al frente del Concejo Municipal, pero en ese país de tolerancia y que han recibido a tantos foráneos, con sus políticas sobre prostitución, matrimonio igualitario y consumo de drogas suaves, no era tan arduo estar "dentro de la ley".
En el año 2001 decidí mudarme a Barcelona, España, donde las cosas eran muy distintas. Allí vi a africanos dormir en colchones en plazas, larguísimas colas para solicitar permisos temporales e incluso quienes se encerraban en iglesias por pasar muchos años esperando la legalización de su estatus migratorio. Trabajar también era un poco más difícil.
Un día cualquiera, saliendo del Metro, me pidieron el pasaporte en un punto de control policial. Revisaron y no pasó nada. En Navidad, cuando ya tenía mi pasaje para regresar a Venezuela, decidí pasarla con mis amigos que aún vivían en Holanda. De regreso, a 50 metros del apartamento donde vivía en Barcelona, con la nieve encima y muy cansado, se paró una patrulla de policía. Luego supe que buscaban a un ladrón que acababa de ser reportado.
Me pidieron el pasaporte y esta vez lo radiaron. Descubierto, tenía más de 3 meses en el país sin haber salido de sus fronteras. Me detuvieron. Me indignó que me esposaran y les rogué que me dejaran llegar allí, a mi casa, donde mi boleto de avión a Caracas me habría sacado del problema. Me llevaron a la estación, en una zona de la ciudad que no conocía. Me cagué de miedo. Iba a pasar la noche en una celda, para que me viera el juez al día siguiente. Pensaba en las canciones libertarias y las manifestaciones antiglobalización que destrozaron McDonalds y el BBVA de Las Ramblas hace unos meses: "Ningún ser humano es ilegal".
En la estación, pintada por dentro en azul y blanco tan característico, me recibieron dos oficiales femeninas, que dudaron que hubiese cometido un delito. "Es un ilegal", dijo uno de los policías. Me reseñaron, fotografías de frente, de lado, huellas dactilares e interrogatorio. Temblaba. Las oficiales me decían que tenía cara de bebé -imagíname a los 23 años, ¡hace 14!- y que me quedara tranquilo. Pasé un par de horas en una especie de celda de espera. En las paredes leías frases en español, polaco -había aprendido un poco en Holanda- y árabe. Colombia, Perú y Bolivia se leía. Nada de Venezuela encontré. Luego me trasladaron a los calabozos.
Me quitaron la correa, los cordones de los zapatos y los lentes -no usaba de contacto allá-, mi bolso y todo lo que tuviese encima. Uno allí trata de ser todo lo "malote venezolano" que puede ser mientras también pone cara de borrego degollado para evitar que los policías hicieran algo contra ti. Guardaron mis cosas y me escoltaron, con algo de rudeza en el verbo pero sin tocarme un pelo, a buscar una colchoneta y una cobija. Me preguntaron si quería estar solo o acompañado. "'¡Solo, solo!", dije.
Eso no se parecía a nada a lo existe en Venezuela. La celda (pequeña y que me recuerda ahora a lo que he visto en los retenes de Sapanna) tenía cerámica en piso y la mitad de la pared, con una "cama" de concreto. La puerta era electrónica. Entré allí y seguía la "rudeza", que no era más que un mal tono pero ni con un pétalo. Escuchabas gritos de otros detenidos, con más confianza: uno era hasta gracioso y atrevido, pedía cigarrillos y tenía una voz afeminada. Pasé la noche muerto de frío y miedo. Alguien pidió ir al baño, lo sacaron, lo acompañaron a unos baños que tenía al frente, sin puertas, y lo escoltaron de regreso. Yo pedí lo mismo. Parecía algo salvaje para ellos, pero si comparaba con lo que uno imagina o sabe, estaba en un hotel feo. Ni tan feo.
Al día siguiente me anuncian el desayuno. El mismo tono que ya me daba risa: "estos no saben cómo es en Venezuela", pensaba. Lo decía porque muchas veces me requisaron y hasta apuntaron con pistola, a punta de vulgaridades, por tener mi "camisa de mostro" en el centro de Maracay en los 90. La comida era como de avión, venía sellada en un plástico con los logos de la Policía de Barcelona, y no recuerdo qué era, pero pudo haber sido algo así como un croissant con queso. Ambiente familiar. Luego me dijeron algo que regresó el temor: "vas a la celda colectiva hasta que te trasladen". Verga, otros presos.
Entré a una celda similar pero más grande. Había un africano que no quería hablar en una esquina, callado. Ni se movió. Y dos españoles que habían peleado en un bar. No parecían tener mucho miedo y hasta puteaban a los policías por haberlos detenido. Me preguntaron de dónde era: "Venezuela". Se quedaron callados, se apartaron. Hell yeah, pensé. Me salvé, carajo.
Llegó la hora del traslado. De nuevo las terribles esposas, pero me habían regresado todas mis pertenencias, hasta el dinero. Caminar con los otros, sentirse tratado como un delincuente porque no tenía papeles para vivir legalmente en España, donde ya tenía 9 meses. Tres años en Europa. "Yo soy el clandestino, yo soy el quiebra ley", canté en un festival en Holanda un año antes, que cerró Manu Chao.
Viajamos en lo que aquí conocemos como "perreras", esas cavas para llevar a los detenidos. Dentro había de todo, españoles, africanos y latinos. Un español lloraba, no quería ir preso. Otro, de unos 45 años le decía: tranquilo, tenemos comida, un techo seguro y hasta veremos televisión. ¿Así es la cárcel aquí?, pensé Recordé la "desilusión" de los noruegos de bandas de black metal que tampoco se encontraron con maltratos o calabozos lúgubres en su país. Recordé la belleza arquitectónica de la cárcel de Ámsterdam.
Llegamos a los juzgados. De nuevo, varias horas en una celda similar, con puerta electrónica, sin lentes y solo. Ahora, aburrido. No habían celdas colectivas. Al salir, luego de lo que parecía una eternidad, pensé (lo hice demasiado, no había más nada qué hacer) en los peligros del ocio, en lo terrible que puede ser pasar años, incluso en esa "comodidad".
Hicimos una cola, y un juez iba examinando los casos de forma veloz. En mi caso, solo respondí a preguntas para comprobar identidad. "Se le asignará un abogado público", me dijeron. Ya la había conocido en el primer lugar donde estuve detenido. Ella estaba indignada, parecía ser una activista de Derechos Humanos y de inmigrantes. Me dio su tarjeta. Luego del juez, pasé a una sala con alguien que parecía un jefe policial. Me regañó, como un papá. "¿Cómo vas a estar aquí así, porqué no intentaste regularizarte?". La abogada estaba furiosa, gritaba, exigía, peleaba. Me leyeron la ley: "7 años sin poder entrar a España". Al salir, la abogada me dijo que íbamos a juicio para apelar, pedir asilo para mí y demás. Yo no tenía que ir, sino llamarla para preguntar.
Me dejaron salir y me dieron dinero para pagar el pasaje para regresar a mi casa. "Pero si te volvemos a detener, te podrían deportar", me dijo el policía. "El pasaje lo pagará la embajada pero allá serás entregado a las autoridades", él sabía que me metía miedo de esa forma. Pero yo ya tenía mi pasaje, me iba y me fui. Desde entonces vivo en Venezuela, confundido al llegar porque cuando pasó lo que pasó en abril de 2002, no entendía quién era quién en el poder.
Esa experiencia -y no lo que vi en la TV, diga lo oposición o los medios- me permite rechazar el trato indigno que están recibiendo los colombianos en nuestro país, no explica las deportaciones según la propia Ley de Migración y Extranjería de Venezuela, y no resolverá los problemas causados por las distorsiones económicas de control el precio mientras al otro lado de la frontera no hay esos "límites" ni la corrupción necesaria, así como las mafias militares que en Amazonas y Zulia, desde hace años, sacan oro, coltán y gasolina para otros países.