Debo admitir que aún no había desarrollado totalmente mi comprensión lectora, así que estaba un poco literal en mi captación intelectual.
Aún así, con lo obtenido por medio de la absorción obsesiva de niño nerd, le daba rienda suelta a la imaginación y la interpretación. No me interesaba tanto saber sino tener tener los insumos necesarios para especular de forma creíble. Quería ser escritor, no periodista.
Recuerdo que daba explicaciones inventadas, bajo deducción, basado en lo que había leído en alguna de las varias enciclopedias hogareñas. Hice varias exposiciones en el colegio, muy mal planificadas y repasadas, hablando del inventor de los Rayos X o los primeros filósofos griegos, no sólo porque sabía sino porque estaba seguro que lo demás no sabían.
También le contaba mis teorías como si fuesen verdad a cualquier familiar adulto que quisiera escuchar, aunque su mirada me revelara que admiraba más mi elocuencia que mi veracidad. Así explicaba porqué los árboles estaban ordenados de cierta manera en una montaña o el comportamiento de las gotas de lluvia sobre el vidrio.
Me deleité sólo de imaginar lo que vendría cuando posé mis ojos sobre ese reportaje sobre los peligros de la infección de las computadoras que encontré en un suplemento infantil dominical que venía con el periódico local.
Leí que los virus informáticos se transmitían por el descuido humano y que estas patógenos digitales podrían producir verdaderos dolores de cabeza.
Entendí, con gusto de no corregirme, que los virus informáticos eran una genialidad casi sacada de la ciencia ficción que permitía no sólo infectar a similares cibernéticos sino también a sus despistados usuarios.
Estos virus, creados en laboratorios de computadoras, pasaban de uno a otro en la comodidad insospechada de diskettes infectados en una prehistoria digital sin memorias USB o correos electrónicos, sin descargas ni sitios webs malignos o sospechosos. La proto-pornografía de gifs animados y Larry Larry era el vector ideal.
Imaginé que en una consecuencia inesperada, estos virus pasaban al humano por medio del contacto con el ratón y el teclado. La educación sexual basada en el terror para infundir abstinencia que uno recibía de padres y escuela sostenían la creencia que tocar era peligroso.
Supuse que estos virus digitales aprendían a comportarse como pulgas binarias que saltarían hacia la piel, alojándose allí temporalmente. Y era durante ese tránsito en la vida orgánica, en la se alojaban mientras esperaban invadir otro terminal de fosforescente luz verde en un nuevo escondite orgánico, cuando llegarían a causar dolencias por alguna interferencia entre este nuevo invasor y nuestro cerebro humano.
Allí estaban los dolores de cabeza que leí en el reportaje. En mi mente, no en el papel. En mi falta de una mayor comprensión de las analogías, que apenas descubría leyendo poesía.
La ilustración con el niño triste por las consecuencias de tener un virus en su amada amiga electrónica me reforzaba mi primera y propia teoría de conspiración. Era una advertencia de salud, pero que era fácilmente curable: un programa antivirus que funcionaría de doctor que diagnostica, antibiótico curativo y vacuna preventiva.
Necesitaba que alguien me salvara de estos símiles.
En mi infantil orgullo intelectual, después de escuchar tantas veces que "no mojaba sino empapaba" porque era un ávido lector de historia, geografía, literatura y ciencia enciclopédica, periódicos, revistas, suplementos y cuentos, fui corriendo a contarle mi primer resumen periodístico a mi mamá, antecedente premonitorio de mi dedicación laboral, para encontrarme con las impredecibles consecuencias de mi desinformación involuntaria.
"Qué malo, yo que pensaba comprarte una computadora".
Me dolió.
Mi primer virus me dolió mucho.
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