El efecto Dunning-Kruger, a pesar de las críticas sobre el método y resultados, es una de las razones de porqué somos tan vulnerables en caer, creer y difundir desinformación. Porque muchas veces justamente creemos que no lo es, sino información fidedigna o confiable al coincidir con nuestro constructo social, con la forma en que percibimos el mundo, cómo lo entendemos e incluso cómo creemos que podría mejorar, mantener lo bueno y erradicar lo malo.
Por eso no importa en qué lado, ángulo o acera nos coloquemos sobre la lucha o gravedad del Cambio Climático, el derecho de las mujeres a la interrupción voluntaria del embarazo o aborto, el aumento de los impuestos (o hacerlo a los más ricos) o el servicio militar obligatorio. Estamos convencidos que lo que creemos hace o haría al mundo mejor, y quienes no están de acuerdo con nosotros, lo están porque son tontos, están mal informados, han sido engañados o tienen malas intenciones.
Esto porque solemos confundir opinión con hecho. Así como en la escena de la película Intensamente, que se mezclan las esferas de hechos y opiniones, pero un personaje dice: no importa, son lo mismo. Mientras una opinión es un punto de vista, informado o no, sobre un hecho, real o no. Los hechos son justamente lo contrario: son sucesos o datos incontrovertibles, que va más allá de la opinión. Sin embargo, estamos en tiempos de desinformación (las mal llamadas "fake news") y la polarización exacerbada por algoritmos (de inteligencia artificial, palabra de terror de moda para inicios de 2023).
De eso sabemos más: el cuñadismo en España o las cadenas de Whatsapp de la tía en Latinoamérica. Cómo la desinformación en redes sociales ha abundado al punto que incluso cada quien asegura que es el otro quien cae, nunca soy yo. Me recuerda al semáforo en rojo: yo nunca cruzo, no soy como los demás, bueno, sí a veces lo cruzo pero no es por lo mismo.
Pero volvamos a conceptos. El efecto Dunning-Krueger está establecido como un sesgo cognitivo que nos lleva a sobreestimar la capacidad que tenemos de opinar de forma acertada sobre temas de los que sabemos poco a nada. Los experimentos originales, llevados a cabo en 1999, pero luego continuados y ampliados, revelan que más allá del error estadístico de errar sobre lo que sabemos o no de algo, los seres humanos tenemos la tendencia de opinar, dar nuestro punto de vista o asegurar tener algo que decir sobre hechos de los que tenemos estereotipos, prejuicios o percepciones, pero no suficiente conocimiento.
Este magnífico gráfico que saqué de acá muestra la evolución entre lo que sabemos y lo que opinamos que sabemos. Entonces, claro, cuando no sabemos de verdad nada ni hay mínimas referencias, no puede haber opinión. Sin embargo, eso cambia muy rápidamente, y hay una cima o pico cuando apenas sabemos algo y creemos que sabemos mucho o lo suficiente de un tema. Es claramente uno de esos momentos que uno no puede saber cuánto desconoce de un tema. Yo sólo sé que no se nada.
Entonces cuando empieza a aprender realmente de algo puede ver que el camino es largo, que es algo que no podremos superar y que quizás nunca sepas o domines el tema. Luego viene un curva de aprendizaje en que uno sabe más que el promedio, sabe que con práctica y estudio va ir dominando, entendiendo y aprendiendo hasta llegar al nivel, que algunos dicen que requiere 10.000 horas de experiencia, para ser unos "gurús", "expertos" o "conocedores".
Acá el efecto adquiere el sentido contrario, que a veces es llamado sesgo de falso consenso o de Síndrome del Impostor. Los investigadores notaron que quienes sí conocen mucho de un tema suelen evitar emitir juicios decisivos o que científicos usar términos como "hasta ahora no hay evidencia de eso" o "no se ha podido demostrar lo contrario hasta el momento". Por eso de los temas que sí conoces usas palabras más cuidadosas, dices mucho "depende" o evitas ser tan categórico.
En mis charlas universitarios doy un ejemplo claro de esto. Les digo que escribiré una palabra de cinco letras, de las que todos tienen opiniones fuertes, categóricas, potentes, pero ninguno podría definir la palabra, y quienes lo hicieran, sería de forma vaga, incorrecta o incompleta. Muchas de estas ideas, con ejemplos de estudios, programas de televisión donde entrevistados hablan de sucesos o personas que no existen o la valentía de quienes son más ignorantes de un tema, así como las opiniones muy fuertes sobre temas que nos identifican como personas (como los ejemplos que brindé antes) están en este artículo llamado "Todos somos unos idiotas confiados" de David Dunning, uno de los co-autores del paper académico de 1999 que bautizó al efecto o sesgo cognitivo Dunning-Krueger.
Entonces en la pizarra escribo la palabra ISLAM. El profesor usa en su artículo la palabra "nanotecnología" así como la lista de conocimientos científicos necesarios para hablar al respecto. Y ahora usaré también una nueva: Inteligencia Artificial. Fácil de opinar, especialmente cuando no sabemos de aprendizaje automático, redes neuronales o algoritmos, o que confundimos la tecnología (Inteligencia Artificial) con las aplicaciones o herramientas (ChatGTP).
Risas, sorpresas, alarmas, y lo más usual es definir la palabra Islam con frases que suelen iniciar con "yo creo", "hasta dónde sé", "lo que he sabido" pero luego sólo muestran el Dunning-Kruger sobre religión de forma amplia. Definen el Islam, en palabras más o menos así, "una religión de cierta parte del mundo que define de forma muy estricta sus hábitos, costumbres y leyes".
Entonces empieza, un lento pero emocionante ping-pong, porque casi ninguno toma en cuenta que esa es la definición de casi cualquier religión organizada, incluyendo el catolicismo, que nos define tanto en Latinoamérica, que la impronta de esa iglesia aún marca nuestra forma de vestir, comer, bailar, celebrar, vacacionar o planificar nuestra vida, como producto de la Conquista Española. Y por eso les pregunto si saben qué es o cuándo es la Semana Santa, qué es el bautismo o el Santo Sepulcro. Es decir, porque como definieron el Islam, la religión católica ha permeado en cada aspecto de nuestras vidas en Latinoamérica de forma histórica y política.
Ni hablar si les digo que todos los árabes son musulmanes, no todos los musulmanes hablan árabe o que en Irán o Turquía ni son árabes ni hablan árabe, que la inmensa mayoría de la población es musulmana. O que hay importantes comunidades musulmanas o islámicas en Europa como Albania, Chechenia o Uzbekistán, donde son blancos y hablan lenguajes eslavos (parecidos al ruso), en países africanos como Yemen o en asiáticos como Indonesia.
Es decir, que no, no es una religión machista, de tipos árabes barbudos con turbantes y ametralladoras que maltratan a las mujeres y ponen bombas, sino que hay asiáticos, africanos, europeos y claro, latinoamericanos, musulmanes. En el caso de Colombia la mayoría en la Costa Caribe, especialmente en Maicao, Santa Marta, Barranquilla y Cartagena, mientras en Venezuela son parte de una gran comunidad musulmana, y cristiana, de iglesias de ritos distintos a los católicos, como se puede ver en La Candelaria en Caracas.
Entonces les explico que por ese efecto, tenemos una vulnerabilidad no sólo a opinar sobre lo que no sabemos, sino a dar fiabilidad y credibilidad a aquello que coincida con estas opiniones, rechazando la información que la contradiga como un mecanismo de defensa natural y comprensible. Y por eso nos parece algo exótico, que podría disparar miedos, fobias o rechazos, aunque algunos alumnos han dicho que ahora entienden el sesgo y una vez una agregó que había conocido una musulmana que siempre les decía que vestían, actuaban y hablaban de forma extraña: es que para ella nosotros éramos los exóticos.
Aun así, y se los digo, a pesar que les brindé una pequeña explicación sucinta sobre la religión islámica, el Corán, las facciones o interpretaciones, la existencia de musulmanes en Latinoamérica y su diversidad racial, étnica y geográfica, admitieron que la opinión que tenían sobre la religión seguía igual. Y eso lo encontró una investigación realizada en Argentina, Sudáfrica, Nigeria y Reino Unido por verificadores de esos países, así como Dunning: no basta la educación, ni la información correcta, sino narrativas de concesión y distintas técnicas de valoración de la propia identidad para ser receptivos a cambios y distintos puntos de vista sobre lo que creemos más valioso en la vida.
Y por eso es otra razón que hace tan fácil a un populista, a una cuenta anónima o a un tiktoker difundir desinformación: es cómodo, natural y hasta una medida de adaptación aceptar que es sólo un chiste, una verdad que pretender ocultar o una incomodidad que no todos quieren oír. Más difícil es decir: no voy a opinar porque no sé sobre el tema.
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¿Por qué no usar el término "Fake News" aunque sea tan irresistible?