Durante mi niñez y temprana adolescencia el domingo era el día de visitar a la familia en Caracas. Una insalvable peregrinación hacia el pasado. Podría ser que fuésemos a ver a mis abuelos paternos, Angélica y
Anacleto, una ama de casa y un jubilado de la
CANTV. Ellos viven en uno de los "súper bloques" del
23 de enero, donde subíamos por el destartalado ascensor que mi papá decía que eran de la época de
Pérez Jimenez. Por su parte, los huecos de bala en las paredes respondían a la democracia y la persecución de los comunistas, como uno de sus hermanos, que era hippie y quién un día le dijo a mi abuela:
ya vengo, mamá, y apareció 7 años después. Como el
Ché, había recorrido todo el continente, desde Caracas hasta Buenos Aires y vuelta atrás, quedándose atorado en Brasil por culpa de una mujer. Al llegar sólo dijo:
tengo hambre.
Durante la espera por los viejos elevadores, mis hermanos y yo le pedíamos a mi papá que nos comprara helados en vasito que un niño vendía en su cavita de anime, siempre sentado al frente de dónde esperábamos. Mi mamá decía: no coman eso, es cochino. Ella nos indicaba con los ojos que había basura en el piso, el chamito tenía las manos sucias y había charcos por todas partes.
Mis padres siempre nos contaban sus experiencias como empleados con buenos sueldos, para explicar el logro de haber salido del barrio ante nuestra obvia curiosidad y sorpresa por el contraste entre dónde vivíamos nosotros y nuestros abuelos. El 23 de enero no era como nuestra urbanización. Pero allí mi papá había sido campeón de ping pong, desde los 12 hasta los 16. Ahora recuerdo esas historias que tanto me fastidiaron por el exceso de detalles y la cantidad de veces. Lástima que no presté más atención.
Él trabajó en la aerolínea colombiana Avianca, hasta que por ser presidente del sindicato, lo botaron. Mi mamá como empleada del Meliá Caracas, pues se graduó en Turismo en el Nuevas Profesiones, gracias a una beca del liceo, de donde ambos salieron como Técnico Medio en Contabilidad. Gracias a eso, consiguieron un paquete para ir de luna de miel a Europa por 40 días. El dólar a 4,30 o menos, creo que me dijeron. Mi papá se gastó 2 mil verdes en todo. Conocieron París, Madrid, Lisboa.
Freddy desalentó a Mireya de ir la universidad, la invitaba a a salir cada vez que salían del trabajo y luego la embarazó dos veces seguidas. Ella ganaba 5 mil bolos, una fortunita entonces. Mi papá un poco menos. Él la convencía de pedir reposos de embarazo y permisos remunerados, pero mi mamá era tan diligente que no la botaron, me jura. Se iban a México, Argentina, Colombia. Menos mal que hay fotos de todo. Yo tampoco lo creería si lo leyera.
Dicen que me llamo Jean porque casi nazco en Francia, y mi papá lograba montar a mi mamá con su barrigota a los aviones. Un día antes de mi nacimiento estaban en París, e incluso casi nazco en el avión, mientras una ambulancia me esperaba en Maiquetía. Puro realismo mágico paternal.
Tenían 20 años cuándo se casaron y se compraron un Dart 78 y un apartamento en Palo Verde, por 20 mil bolos cada uno. Los pagaron de contado, pero por la edad, no les querían recibir el dinero, relataron mil veces. Tengo marcado su secreto: desde novios abrieron un cuenta corriente juntos y gracias a sus salarios lograron reunirlos rápido. Esos cuentos son culpables de mis desastres amorosos: sólo me gustan las mujeres trabajadoras y "echadas palante". Cuándo mi mamá se retiró por fin, usaron la liquidación para comprar televisores a color en Margarita para venderlos en tierra firme. Desde entonces ir a "laisla" era además de vacaciones, sinónimo de comprar mercancía. Se vinieron a Maracay a los pocos años.
Pero para mí, visitar el 23 de enero era fascinante. Claro, la escuela y la televisión nos habían enseñado a tener miedo y ser precavidos en zonas con el paisaje rojo ladrillo de los cerros y sus ranchos, de los que tuvieran "pintas de choro" y de todo lugar que se viera abandonado, con contenedores de basura desbordados y con construcción desordenada. Yo sólo veía los colores, las paredes con consignas, la constante alegría.
Mi papá también me enviaba ciertas señales de alerta cuándo lo escuchaba dudar de estacionar la Caribe 442 cuándo no encontraba a uno de los chamos que él conocía de su juventud para que se la cuidara. Epale, Panchero, ¿cómo estás?, le decía a un tipo allí, antes de estacionarse.
Desde que llegábamos yo miraba a todos lados. Era tan distinto a dónde vivíamos: la gente se reunía, se conocía, entraban y salían de las casas. Había comunidad, y alegría, música a todo volumen, era una vecindad donde todos parecían entenderse. Se sentaban en sillitas plásticas a hablar en la planta baja. Los graffittis del bloque me dieron las primeras nociones de política. Supe que existía Copei, el Mas, Ad, Lusinchi, CAP, Luis Herrera, Caldera. Y que la gente les ponía bigotes, groserías, insultos mientras otros los defendían, en una guerra de paredes. Lo que no me gustaba era que olía mal, la gente se veía muy necesitada y todo estaba viejo, feo, sucio; pero sólo visitábamos.
Cuándo se dañaban los ascensores del bloque, subíamos por las estrechísimas escaleras, que tenían un bombillito por pasillo y a veces olía a orine, con su respectivo charco. A veces era sólo agua. Yo leía todo lo que escribían en las paredes, que estaban llenas de palabras, fuimos muchas veces que aún recuerdo algunas.
Te amo, Cristóbal. María la del 5B es una puta. Fuera los sapos del bloque. Negro mamaguevo me las vas a pagar. Feliz Navidad mamá. Yoana dime que si mi negra amada. Magallanes campeón. Marico el que lea esto.
Entonces yo no sabía de socialismo, persecusiones, guerrilla, ni movimientos populares. Sólo era un niño entre fascinado y preocupado, un curioso que pasaba de la alegría a la tristeza por ver y vivir esos momentos. No sabía porqué tenía que ser así. Mi mamá decía que yo lloraba cuándo mi hermano decía que quería ser policía, pues yo decía que iba a ser pobre y viviría en un rancho, y nada me consolaba.
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