Soy la reina del sexo oral y anal, así como se escucha, decía antes de hacer un ruido con sus labios bien apretados en forma de besos. Así era la forma de hacerme reír cuando tenía mis pesadillas geométricas. Sudorosas y febriles, sentía que corría por montañas hechas de líneas, me enfrentaba a paradojas abstractas e indescriptibles imágenes oníricas.
Ella sí lo hacía, era prostituta, pero la amistad permitía esas indiscreciones sin juicios. Tampoco yo recibía consejos, sin importar las desventuras o torpezas que no escaseaban. A los 19 años errar es un deber etílico que cumplía a cabalidad.
Ella también se reía cuando le conté que partí el vidrio del carro de mi novia porque dejé la llave dentro cuando entramos al motel, mientras ella le decía al papá que la habían tratado de robar en la universidad o cuando le robé el dinero que tenía escondido mi mamá para organizar una fiesta con mis amigos aunque ella lo necesitaba para pagar el abogado del divorcio.
Era sólo material para tejer redes de complicidad, la inextricable malla de confianza que nos haría potenciales archienemigos. Así sabía yo de Aisha, su hija de cinco años, que desconocía como toda su familia su secreto oficio sexual. Oficialmente ella vendía juguetes sexuales, que le quedaba más coherente que hacerse pasar por secretaria de una firma de abogados o asistente odontológica.
Nuestra amistad causaba escándalo y envidia, como debe ser una muy buena amistad. Las cosas verdaderamente buenas tienen que tener ese halo maligno, lucir prohibidas o incorrectas, deseables en secreto.
Hablábamos todos los días por teléfono, varias veces al día, por al menos treinta minutos. Hablábamos sin parar al salir a comer, disparándole a zombies en un videojuego y sin parar incluso en el cine, causando a veces que nos sacaran forzosamente de salas llenas para nuestra rabiosa indignación.
Nos vaciábamos de nuestros demonios, oscuros y asquerosos, para llenarnos de los globos pasteles que nos parecía los fantasmas del otro. Frente a frente, la primera vez que salían era todo solidaridad reflexiva, convirtiéndose en cómplices risitas al recordarlos minutos antes de dormir esa misma noche o meses después en otra de las infinitas conversaciones.
Un día me mudé de ciudad. La despedida fue absoluta negación, una salida como siempre, recordando los monstruos del ayer que mutaron en chistes personales. Pasamos de las llamadas al correo electrónico porque mis horarios habían cambiado. Empezamos a chatear de noche, hasta tarde, emulando lo que hacíamos antes.
Otro día salí hasta tarde con nuevos amigos, luego una pareja nueva. Un rompimiento trajo otro, un par de veces porque descubrieron que robé algo en sus casas que luego encontraron revendido cerca de mi casa. En los intervalos volvía mi amistad secreta con mi amiga puta. Así me exigió llamarla después que me negué a volver a casa por vacaciones para volver a vernos. Dijo las cosas detestables por las que nos encanta disculparnos después.
Puta, reina del sexo anal y oral, pero que nunca probé, que jamás me ofreciste, por donde todos se saciaron, te violaron a gusto menos yo, que nunca te gusté.
Así no me habló más nunca, así no tuvo que extrañarme cuando me desaparecieron.
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