Si hay alguna deuda que hemos acumulado desde el albor de los
tiempos, desde el encuentro de dos mundos hace cinco siglos, cuando
indeseables españoles al mando de Colón chocaron sin querer con unos
achinchorrados aborígenes que pasaban un tiempo chévere y temporal en el
resort prehistórico de la Tierra de Gracia, con palafitos de propiedad
horizontal como en Fiji, es la identidad nacional. Mezclados luego con
un negro africano que tampoco era de aquí y reconquistados luego por
alemanes, resultó en una sabrosa hallaca antropológica que no podía
responder a las ya complicadas preguntas de ¿de dónde venimos, para
dónde vamos?
Cuando nos hemos tratado de analizar y
unir con nuestros vecinos, la cosa se ha complicado. No somos tan
aborígenes como Bolivia ni tenemos calendario ni pirámides como los
mayas ni aztecas, y ciertamente no somos tan blanquitos como los
chilenos, paraguayos, uruguayos y argentinos. Tenemos más negros que
Colombia pero no somos Haití, y si nos consideramos un país tropical,
turístico y beisbolero, Puerto Rico, Cuba y República Dominicana nos
llevan una morena al respecto. Nuestro joropo no tiene la fama del
tango, la samba o el mariachi, y nuestras recientes glorias olímpicas
son de la esgrima y el judo, y seguimos sin ganar un Clásico Mundial del
Béisbol.
Más recientemente, la mezcla con portugueses,
italianos y españoles venidos de la Segunda Guerra Mundial, el éxodo
colombiano y la llegada de chinos y sirios, levantaron el sector
productivo y comercial del país, en el que decimos que somos
comerciantes, a pesar de que son ellos casi siempre los dueños de los
locales, somos más bien consumistas, desorganizados y alborotados, y por
eso, somos tantos empresarios espontáneos de la economía informal:
buhoneros y motorizados.
Es una cosa de autoestima, más
que de no querernos muchos. No sabemos si alegrarnos porque nos
reímos de toda vaina (hasta de nuestros defectos) o alegrarnos por el
caos sabrosón que tenemos: meter palanca, jugar vivo, mentir en el CV y
tratar de no pagar impuestos. Ser Eudomar Santos y Er Condel der
Guácharo.
Ahora, con el acento de Cartoon Network en
nuestros chamos, bielorrusos color camarón, en cholas y aliento de vodka
como nuestros obreros importados y el nuevo Bolívar zambo y digital, se
nos suma otra duda existencial: Yo soy Chávez. Sí, el ministro, el
niño, el soldado, el indígena, la señora empanadera, el taxista, el
casting de la cuña para el Banco de Venezuela, todos somos Chávez. Sí,
con Ch y con acento, y con z pronunciada como s. Sí, con pelo malo,
verruga, beisbolero pero no tan bueno, con labia pero sin tanta
eficiencia, militar de medio rango y con origen llanero que vivió en
Maracay y le tiene rabia a los adecos y a los millonarios.
Muchos
salen diciendo, como un buen venezolano, que él no es como los demás, que
él sí piensa distinto, que él no hace lo mismo, que ha viajado o visto
por Internet, y que le perdonen la expresión, pero tiene una mente
distinta. Es decir, él no es Chávez, él es el suizo en medio de
Zimbabwe, y bueno, se come la luz para que no le roben el Blackberry, y
metió palanca porque todo es corrupto y mintió en el CV porque todos los
hacen.
Y me pregunto por el dictador interno, y si de
verdad somos tan tolerantes o más bien queremos que los demás piensen y
actúen como nosotros, y si cuando jugamos chapita, Wii o dominó, somos
tan buenos perdedores y cuando pedimos prestado, queremos cobrar,
metemos fiao o nos piden la licencia por habernos comido la luz dando
vuelta en U prohibido con un carro a nombre del anterior dueño, somos
tan dóciles con la ley o si preguntamos porqué no detienen al motorizado
que lleva al chamito, la esposa dando teta y al otro hijo mayor con las
bolsas del mercado, y a no a ti, que eres un santo varón, y que además,
no eres Chávez.
¡Porque si lo fueras! (Recupera el aliento para seguir enumerando anécdotas).
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