21 enero 2021

Cuento: Amigo de puta

Soy la reina del sexo oral y anal, así como se escucha, decía antes de hacer un ruido con sus labios bien apretados en forma de besos. Así era la forma de hacerme reír cuando tenía mis pesadillas geométricas. Sudorosas y febriles, sentía que corría por montañas hechas de líneas, me enfrentaba a paradojas abstractas e indescriptibles imágenes oníricas.

Ella sí lo hacía, era prostituta, pero la amistad permitía esas indiscreciones sin juicios. Tampoco yo recibía consejos, sin importar las desventuras o torpezas que no escaseaban. A los 19 años errar es un deber etílico que cumplía a cabalidad.

Ella también se reía cuando le conté que partí el vidrio del carro de mi novia porque dejé la llave dentro cuando entramos al motel, mientras ella le decía al papá que la habían tratado de robar en la universidad o cuando le robé el dinero que tenía escondido mi mamá para organizar una fiesta con mis amigos aunque ella lo necesitaba para pagar el abogado del divorcio.

Era sólo material para tejer redes de complicidad, la inextricable malla de confianza que nos haría potenciales archienemigos. Así sabía yo de Aisha, su hija de cinco años, que desconocía como toda su familia su secreto oficio sexual. Oficialmente ella vendía juguetes sexuales, que le quedaba más coherente que hacerse pasar por secretaria de una firma de abogados o asistente odontológica.

Nuestra amistad causaba escándalo y envidia, como debe ser una muy buena amistad. Las cosas verdaderamente buenas tienen que tener ese halo maligno, lucir prohibidas o incorrectas, deseables en secreto.

Hablábamos todos los días por teléfono, varias veces al día, por al menos treinta minutos. Hablábamos sin parar al salir a comer, disparándole a zombies en un videojuego y sin parar incluso en el cine, causando a veces que nos sacaran forzosamente de salas llenas para nuestra rabiosa indignación.

Nos vaciábamos de nuestros demonios, oscuros y asquerosos, para llenarnos de los globos pasteles que nos parecía los fantasmas del otro. Frente a frente, la primera vez que salían era todo solidaridad reflexiva, convirtiéndose en cómplices risitas al recordarlos minutos antes de dormir esa misma noche o meses después en otra de las infinitas conversaciones.

Un día me mudé de ciudad. La despedida fue absoluta negación, una salida como siempre, recordando los monstruos del ayer que mutaron en chistes personales. Pasamos de las llamadas al correo electrónico porque mis horarios habían cambiado. Empezamos a chatear de noche, hasta tarde, emulando lo que hacíamos antes.

Otro día salí hasta tarde con nuevos amigos, luego una pareja nueva. Un rompimiento trajo otro, un par de veces porque descubrieron que robé algo en sus casas que luego encontraron revendido cerca de mi casa. En los intervalos volvía mi amistad secreta con mi amiga puta. Así me exigió llamarla después que me negué a volver a casa por vacaciones para volver a vernos. Dijo las cosas detestables por las que nos encanta disculparnos después.

Puta, reina del sexo anal y oral, pero que nunca probé, que jamás me ofreciste, por donde todos se saciaron, te violaron a gusto menos yo, que nunca te gusté.

Así no me habló más nunca, así no tuvo que extrañarme cuando me desaparecieron. 

19 enero 2021

El millonario escondido

Cuando me gané la lotería, salí huyendo. Sin cobrar el billete, aceleré hasta perderme en el total incógnito. Me reí tanto, sabiéndome en destino desconocido, que terminé llorando desconsolado. Estaba solo y con terror sobre mi futuro, a merced de mi nueva vida de millonario, evitando las invasoras cadenas de la inmensa riqueza repentina. Busqué un lugar inverosímil donde pudiese evitarme a mí mismo con súper poderes mundanos. Si iba a tomar malas decisiones, que fuesen baratísimas.

Quería irme al bosque de pinos de la Laguna de Mucubají, el lugar más extraño y perfecto para no ser encontrado. Terminé caminando por las calles vecinas, sin celular ni documentos, sin un céntimo encima, felizmente desprendido, saludando niños y perros que no conocía ni me conocían, que se reían o me veían extrañados como a un loco que sí se baña.


Flotando en esa nube maravillosa de las buenas noticias, pasé bailando en mi mente al lado de la basura, de la risa, del charco y del muro, amando todo y sin importarme nada. Me estaba despidiendo con una sonrisa zen que desconocía que tenía. No podía revelarme.


Así disfrutaba del vacío que se me escapaba, antes de atraer la atención de vendedores caraduras y carnadas deliciosas, secuestradores con currículo y vicios con profesionales, de malas inversiones y caridades infinitas, de falsas amistades tan instantáneas como las repentinas idioteces que creería extraordinarias ideas. 


No tenía ni un papel para anotarlas, así que sonreía, celebrando haberme arrestado de estos arrebatos, evitando presumir esa peligrosa espontaneidad que convierte caprichos y gustos del hijo del vecino en extravagancias mundialmente conocidas. Evité así escribir esas utopías magníficas que nos repetimos tanto bajo la ducha.


Respiré el aire urbano, llenando mis pulmones del infinito valor de las pequeñas cosas: el rayo de luz entre las ramas, el papelito que gira con el viento, el grito del vendedor ambulante. Todo para intentar dar calma a mi corazón desbocado, para repetirme -una vez más- que podía ser -y sería- un tipo normal. Con algunos lujos y ayudando a mi familia pero centrado. Que revocaría la locura usual y tendría sentido común. Un millonario con alma fuerte. 


Y me fui, listo para volar por el mundo en un jet dorado con un chef internacional huérfano y una banda japonesa en vivo, a la que le pagaría en bitcoins.