31 octubre 2018

Las pizzas educativas, los alegres becados

La idea de "Invítalo a comer" es hacer tejido social. Empieza por un trozo de pizza, una pieza de pollo o un bollito navideño, continúa con el abrazo de los niños, escuchar e a los maestros, reconocer el esfuerzo de los padres y la solidaridad del voluntariado. Hay también la construcción de una ludoteca, iniciar un huerto escolar, levantar los tableros de basquet, reparar una cocina. Está el ejemplo que dan los adultos a los pequeños: no es regalo, es el compromiso de asistir, estudiar y ser mejores personas. Por eso las paredes de las aulas están llenas de nuevas carteleras sobre la tolerancia, la conviencia, la naturaleza, los derechos de los niños, el compartir. Pero hay más cosas, menos visibles en las fotografías que dan testimonio de lo que se hace desde septiembre de 2017.

Son los empleados de los restaurantes que entre muchas dificultades asisten tres o cuatro horas antes a sus sitios de trabajo para entregarnos la comida a las 9 de la mañana. Y no sólo lo hacen diligentemente, sino con alegría y siempre despidiéndose todos juntos como grupo cuando nos vamos. Son alas de mariposa que desatan el vendaval de risas infantiles a varios kilómetros más allá. Son los proveedores de ese local, los productores agrícolas, los transportistas, las distribuidoras. También los que fabrican, venden y despachan servilletas, vasos, cajas de cartón, uniformes, aceite comestible, gas doméstico, delantales, gorras y refrigeradores. Un pedido para 300 niños y niñas puede no hacer un gran impacto, pero llevamos 14 jornadas.

Y seguimos creciendo. Este 22 de octubre, mientras voluntarios nuevos como Adelso, Vanessa Victoria Novoa y Ender Díaz (esposo de Carmencita Rodriguez) se unían a distribuir pizzas y jugos naturales junto al equipazo conformado por Luis Cataño, Andrés Mogollón, Mariangel Gómez y María Alejandra Gómez, liderados por Aruska Hernández. Diomar y yo tuvimos una misión tan alegre como difícil. Entregar las primeras cuatro becas "Invítalo a soñar" a igual número de niños egresados de sexto grado. Nos sentamos con las cuatro madres comprometidas y sus hijos: Luz Mar, Nazareth, Jorge y Johnathan para explicarles los términos y condiciones de la ayuda económica. Felicitarlas porque sabemos que el éxito de cada niñas y niño, el mejor de la clase, el más colaborador, la más soñadora y la que es buena en el aula y en el deporte, están familias que hacen lo indecible en algunos casos.

En los salones la súper mamá Carmencita y su bebé de 9 meses, Simón, acompañaban a los niños con sus lecciones de yoga para niños, su sapiencia maternal y la simpatía de a quien llamo "el activista más pequeño del mundo". "¡Simón, Simón, Simón!" lo llamaban los niños que lo habían conocido seis meses antes. "¿Y si les damos una clase de yoga a las maestras?", surgió como idea que ya va creciendo sola. Cada almuerzo implicaba escuchar a los niños, alegres por vernos de nuevo, espontáneos y traviesos, aplicados y ruidosos, mordiendo la pizza y la vida, ansiosos de contarte cómo fueron sus vacaciones.

Un esposo muerto. Otro en la cárcel. Uno que nunca más apareció. Y en todos los casos, seis hermanos. Sólo un papá en casa, la única mamá con un celular y una cuenta bancaria a su nombre, con menos hijos. Es el niño con mejores notas. Antes de eso, los becados fueron a ayudar a los voluntarios. Alegres, en franca celebración, ayudaron a dar los trozos de pizza. Tratando de multiplicar el por favor y el gracias en niños siempre dulces, atentos, educados.

"El problema es la violencia", nos dicen varias maestras. Lo académico no es el mayor reto, consideran. Las relaciones interpersonales, los golpes a flor de piel, el insulto fácil, allí hay toda una lucha. Es una lucha en el entorno contra el entorno salvaje por donde se le mire. Las calles de la invasión Juana La Avanzadora de San Vicente , donde está "la escuela más bonita del mundo", están erosionadas por las potentes lluvias que han azotado a Venezuela a destiempo. Hay una quebrada cerca, y aunque quedan algunos árboles muy altos, debajo de los cuales se levantan los ranchos de zinc y cartón, es un descampado de calles de tierra, donde las escorrentías arrastran lodo con piedras y dañan el camino. Entrar requirió que manejásemos los carros mucho más lentamente para evitar los huecos.

Becados y madres estaban atónitos viendo mi celular. Las cuatro madrinas, regadas por el mundo, les habían enviado vídeos dándoles ánimos, cariño y esperanza. Les mandan besos, abrazos y deseos de sueños cumplidos. "Pónlo otra vez", me piden primero ellas y luego ellos, que también graban los suyos de respuesta. Primero las ven, luego sólo quieren escuchar y acercan el oído. Otra vez, para repasar. "¿Y con qué teléfono les escribimos?". Nosotros también pegamos el oído a sus corazones, para escuchar y los vemos de nuevo. Ahora son distintos, más grandes, encontramos parecidos en sus mamás. Una de ellas con una condición de salud muy delicada que heredó su chamo.

"Esto es para que terminen el liceo, luego vayan a un tecnológico o una universidad, incluso abran su primer negocio, es hasta dónde quieran llegar", les dice Diomar Castellanos. Esto es con todos. Hoy también les hemos dado un combo de borrador, sacapuntas, colores y lápices desde primer hasta sexto grado. Y a los cuatro becarios. Sus mamás recibirán el equivalente a 20 dólares para empezar más 10 dólares mensuales. "Gracias por todo". Uno de los niños va a llegar tarde hoy al liceo. Tiene lista una exposición, pero a falta de papel bond, hicieron las láminas en la caja del CLAP. "Ahora sí tendrán para el papel", digo torpemente. No tengo las respuestas, pero quiero seguir escuchando. Ese día no repartí pizza.
 
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22 octubre 2018

Cuando yo emigré de Venezuela

El 21 de junio de 1999 yo emigré. Llegué en un avión de KML al aeropuerto de Schipol, Holanda, con escala en Frankfurt, Alemania, desde Maiquetía. Tenía escasos 21 años, cabello largo, uñas pintas de negro y sueños de rockstar tropical frustrado. Suena elegante y acomodado, pero no lo fue tanto. Me fui de un país que creía mal y en crisis, que no había dado todo lo que se esperaba, y con la esperanza mesiánica de nuevo en puertas.

Nos fuimos con la idea de ser famosos haciendo blackmetal con mi banda, Mystical Darkness. Nos fuimos tres adelante, esperando otros tres después. Uno decidió no viajar, pero fue varios años más tarde.

Vivimos en un ático alquilado, lo que era ilegal, en un suburbio de inmigrantes árabes en las afueras de Ámsterdam. Trabajamos armando tiendas en una especie de mercado de antiguedades, ropa de segunda mano, pipas y semillas de marihuana y recuerdos al aire libre, llamado Waterlooplein. Allí también trabajaban los colegas músicos de Agresión y muy algunas veces los de Laberinto.

Habían pasado años después de su venida, y eso me asustó un poco. No era tan fácil legalizarse o salir de esos empleos. Era realmente muy difícil conseguir un trabajo que no fuese el que nadie más quiere hacer si eres ilegal. Entonces quienes salían de Venezuela eran muy pocos. Quienes no éramos adinerados que se iban a EEUU éramos una clarísima mayoría. Nadie en Holanda sabía nada de Venezuela. Unos pocos les sonaban algunas pequeñas cosas: Margarita, un presidente locuaz y exótico, mujeres lindas. Poco más.

Con el tiempo dejamos el ático, pudimos mudarnos a mejores lugares. Yo logré vivir solo y a veces me quedaba en la habitación de mi novia quien vivía en el mero centro, trabajando como "au pair" (cuidando niños de forma permanente, más elegante) de niños de familias ricas. Entré en varias mansiones donde otras amigas de ella trabajaban. Shhhh, que los vecinos no se enteren. Una vez cuando me quedé sin casa, un amigo holandés pintor, Hans, me dejó quedarme en su casa mientras estaba de vacaciones.

Pudimos dar pequeños pasos hacia el sueño pero sin el baterista, todo se complicó. Conseguimos un chamo curazoleño muy bueno, y más tarde llegaron dos muy destacados músicos caraqueños. Uno de ellos, el baterista, no se adaptó y se regresó. Luego, me fui a España, y el sueño del metal pasó.

Yo tuve varias bicicletas. Era muy fácil comprar una robada a un "junkie" (drogadicto que vive en la calle y que usa drogas duras como cocaína) a tan sólo 20 florines que luego eran unos 9 euros. Era un círculo vicioso. Una vez me compré una legal, 400 florines más o menos. Bella, pero también me la robaron como solía pasar con todas tus biciletas. Compras un seguro, más o menos bueno, pero es la fuenta principal de ingresos de los que viven en la calle, así que algún día pasará.

Holanda fue una experiencia genial para mí. Fui a muchísimos conciertos, viví en una ciudad genial, vi espectáculos libres públicos extraordinarios, disfruté de parques y espacios públicos, hice angelitos en la nieve, tuve buenas épocas de comer en la calle y darme pequeños lujos, pero nunca pude establecerme. Regresé a Venezuela en 2002, a reempezar. No fue fácil, pero como podrán imaginar, fue posible. Crecí.

Algunos de mis amigos con quienes viví en Holanda regresaron, la mayoría no. Los que se qeudaron han logrado muchísimo: mejores trabajos, nacionalizarse, mudarse a otros países donde les ha ido mejor, comprar casas, carro, tener familia, salir de vacaciones a lugares extraordinarios, emprender negocio propio.

Escribo esto después de verme con 11 amigos en Buenos Aires, en distintas posiciones, tiempos, ideas y expectativas. Lo cuento como alguien que pasó 48 horas preso en Barcelona, España, por ilegal, pero también como alguien que ha sido invitado a encuentros en Turquía, México, Costa Rica y ahora Argentina, por mi trabajo como periodista y ambientalista, a veces por ambos. Lo escribo como un ánimo, para lo que se fueron y los que nos quedamos, para los que regresen y los que no lo harán. Como testimonio de lo posible.