19 enero 2021

El millonario escondido

Cuando me gané la lotería, salí huyendo. Sin cobrar el billete, aceleré hasta perderme en el total incógnito. Me reí tanto, sabiéndome en destino desconocido, que terminé llorando desconsolado. Estaba solo y con terror sobre mi futuro, a merced de mi nueva vida de millonario, evitando las invasoras cadenas de la inmensa riqueza repentina. Busqué un lugar inverosímil donde pudiese evitarme a mí mismo con súper poderes mundanos. Si iba a tomar malas decisiones, que fuesen baratísimas.

Quería irme al bosque de pinos de la Laguna de Mucubají, el lugar más extraño y perfecto para no ser encontrado. Terminé caminando por las calles vecinas, sin celular ni documentos, sin un céntimo encima, felizmente desprendido, saludando niños y perros que no conocía ni me conocían, que se reían o me veían extrañados como a un loco que sí se baña.


Flotando en esa nube maravillosa de las buenas noticias, pasé bailando en mi mente al lado de la basura, de la risa, del charco y del muro, amando todo y sin importarme nada. Me estaba despidiendo con una sonrisa zen que desconocía que tenía. No podía revelarme.


Así disfrutaba del vacío que se me escapaba, antes de atraer la atención de vendedores caraduras y carnadas deliciosas, secuestradores con currículo y vicios con profesionales, de malas inversiones y caridades infinitas, de falsas amistades tan instantáneas como las repentinas idioteces que creería extraordinarias ideas. 


No tenía ni un papel para anotarlas, así que sonreía, celebrando haberme arrestado de estos arrebatos, evitando presumir esa peligrosa espontaneidad que convierte caprichos y gustos del hijo del vecino en extravagancias mundialmente conocidas. Evité así escribir esas utopías magníficas que nos repetimos tanto bajo la ducha.


Respiré el aire urbano, llenando mis pulmones del infinito valor de las pequeñas cosas: el rayo de luz entre las ramas, el papelito que gira con el viento, el grito del vendedor ambulante. Todo para intentar dar calma a mi corazón desbocado, para repetirme -una vez más- que podía ser -y sería- un tipo normal. Con algunos lujos y ayudando a mi familia pero centrado. Que revocaría la locura usual y tendría sentido común. Un millonario con alma fuerte. 


Y me fui, listo para volar por el mundo en un jet dorado con un chef internacional huérfano y una banda japonesa en vivo, a la que le pagaría en bitcoins.

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