Cuando fui para el Caura por cinco días, aislado del mundo exterior y reconectado conmigo mismo, pude ver la belleza exhuberante del bosque tropical, lleno de productos ansiados por perfumistas y gastrónomos, pero también el horror del oro. Personajes con profundas cicatrices, rostros de horror y botellas de licor tiradas por doquier en medio de una villa indígena a orillas del Salto Pará, más ancho que Iguazú pero mucho menos conocido y promovido. Porque hay armas largas, teléfonos digitales, antenas de DirecTV y contrabando. El cacao y las artesanías fueron sustitutos por la extracción de oro, la reventa de gasolina y el tráfico de bienes traídos de la ciudad, a once horas en curiara, por lo que no llegaron más turistas extranjeros.
Algo similar presencié en Palmarote, un caserío a unas tres o cuatro horas de camino sinuoso y de tierra desde Tocuyito, en Carabobo. Un lugar que había sido visitado por Proyecto Cuenca, en la que científicos vieron potencial agroturístico, para producir cacao, criar gallinas, reforestar con frutales para cuidar el agua y llevar visitantes a disfrutar de la tranquilidad de las fincas. Hasta que apareció el oro, entonces el Consejo Comunal y la Comuna abrieron "permisos" para abrir zanjas donde quiera. Aprendieron de gente que venía de Tumeremo y vi el bosque arrasado por unas "gramas". Supe de la complicidad de militares y del ministerio de ecosocialismo, así como de la falta de pranes y mafia por ser un lugar que no produce tanto como en Bolívar. Lo que hay es destrucción, niños mineros, prostitución, consumo de drogas y hambre, fiestas ruidosas y abandono del campo.
Ahora, con lo sucedido en Puerto Ayacucho, en Amazonas, se cimenta la desgracia del Arco Minero. Un problema socio-ambiental, de salud, de etnocidio cultural, de esclavismo y persecusión indígena, de reservas hídricas, violencia y deforestación que ahora se transforma en uno de seguridad nacional e integidad naiconal. La emboscada del Ejército de Liberación Nacional, ELN, a un convoy de cuatro vehículos militares venezolanos, produciendo tres sargentos de la Guardia Nacional muertos y más de diez heridos después de la captura de uno de los líderes guerrilleros, convierte un ecocidio de entrega del territorio a un secuestro de un sector inmenso del país. El detenido además ostentaba dos cédulas, un licencia de conducir y el carnet de la patria, todo un ciudadano revolucionario. Allí donde está prohibida la minería desde 1989, donde descansan maravillosos tepuyes y cascadas, biodiversidad y ríos majestuosos, frontera y churuatas, mandan los rifles, los abusos permitidios y la guerra de mafias.
Los periodistas especializados, como Javier Mayorca y Sebastiana Barraez, exigen verdad y justicia. Porque no es primera vez, ya el ELN ha asesinado en Zulia y Táchira, pero aquí, en nuestro sur indígena, boscoso y fluvial, allí tenemos los peligros de emular la guerra que sufrió Colombia por medio siglo, que trajo miles de muertes, desaparecidos, reclutados, abusados, mutilados. Y que lo contaminó todo: los negocios, la política, la sociedad, los corazones y los bolsillos. Es demasiado.
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