Así que para llegar a South Tarawa viajaría desde Bogotá a Ciudad de México, de allí Miami, San Francisco y Honolulú, cruzaría el Pacífico hasta Nadi, en Fiji y finalmente a la capital de Kiribati. Por lo menos, quizás es posible pararse más veces.
Kiribati es uno de esos lugares paradisíacos con chozas de techo de palma unidas por un delgado pero largo muelle de madera. Una de esas postales casi oníricas del turismo de lujo que simula ser sencillo, donde esos turistas digitales están vestidos de blanco con columpios dentro del agua y langostas que modelan para la cámara rodeado de piñas, cocos y mariscos exquisitos. Indiscutiblemente todas las telas son blancas, fulgurantes y límpidas como conchas de mar.
El reto era apremiante, aunque me tomaría todo mi tiempo para llegar, cada día que no voy es urgente. El aumento del mar se está devorando los 33 atolones a mordisquitos diarios como si lo hiciera un bebé Cthulhu patrocinado por petroleras y billonarios rellenos de fake news.
Pero no vine a hablar de ciencia, política, periodismo o mitología, aunque me encantaría escuchar de oceanografía, de demografía con sus 15 lenguas de 13 grupos étnicos y claro, de gastronomía, de ese país inmenso pero apenas terrestre.
Un día -debería decir una noche- que terminé mis lecciones de un curso de periodismo y Cambio Climático nos sugirieron leer un artículo de 2013 que hablaba del presidente de Kiribati luchando contra la subida del nivel del mar sobre su país, desconocido, lejano y curioso por varias razones, como ser el único en estar en los cuatro hemisferios, tener tres husos horarios y ser el primer lugar de la Tierra -aunque todos veamos a Australia en la televisión- en que llega el 1 de enero.
Sin embargo, algo más sencillo, universal, catódico, ardiente, sudoroso y sensual me atrae también de este lugar. Fútbol.
Kiribati no es parte de la FIFA, jamás ha ganado un juego oficial desde su nacimiento como país y equipo, en 1979. Tampoco su equipo femenino. Su estadio nacional no tiene grama, sino arena, por lo que jamás han podido jugar como locales.
Y se está hundiendo. Cuando cumplían dos décadas de existencia independiente como nación soberana, dos de sus islas, afortunadamente deshabitadas, quedaron bajo las aguas. Y su estadio nacional está apenas a 10 metros sobre el nivel del mar.
Eso no ha impedido que continúen con sus aspiraciones. El sueño futbolístico de Kiribati pasa por terminar de reconstruir su estadio para que sea aprobado por la FIFA para finalmente jugar de locales de forma internacional. Desde 2019 están en obras.
En Kiribati tienen un campeonato nacional con más de 20 equipos, y a pesar de ser eternamente perdedores siempre organizan o son parte de copas regionales en las que pequeñas naciones oceánicas y micronesias compiten entre sí, a pesar de lo elusivo del gol y la persecución del mar sobre todas ellas.
Kiribati apenas ha puesto el balón en arco ajeno siete veces en su historia internacional, y es también conocido por ser el primer país que podría desaparecer por los efectos de las emisiones de gases contaminantes. Y aunque soñé que era parte de un esquema de engaño a los pueblos indígenas para construir un estadio que salvara de la ruina a una quebrada empresa turística, no fue una visión apocalíptica ni acertada.
En ese país hay dos aeropuertos internacionales. No me importaría llegar a cualquiera de los dos pero estar allí, y ser parte de sus sueños de ganar el partido más importante, el de la supervivencia existencial, para seguir jugando fútbol.
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