Llegué a Bogotá el domingo 21 de marzo de 2021 después de dormir en casa de un amigo en Ciudad de México, donde aterricé desde Cancún saliendo desde Caracas. Un periplo necesario por el aislamiento aéreo y político de Venezuela que impedía viajar directo entre capitales o no pagar una millonada por hacer escala en Panamá.
Al día siguiente fue festivo como dicen en Colombia, un lunes feriado por el Día de San José. Más tarde supe que Colombia, el país con más feriados del mundo, tenía este sitial porque los días que se pierden por caer en fin de semana o los que caen en días de semana, se ruedan para el lunes, lo que permite que la gente haga "puentes".
Llegaba ansioso por mi nuevo trabajo como Director de Colombiacheck y tenía que quedarme el lunes en casa, con todos de descanso.
Había llegado tras horas tensas en el Aeropuerto de Valencia, porque supuestamente no podía viajar a Colombia sin vuelo de retorno sin una visa de Estados Unidos, aunque tenía un contrato de trabajo y carta de invitación de Consejo de Redacción, de mi amigo José Álvaro Fernández para recibirme en su casa y otros documentos. Me exigían una reservación de hotel pagada, no sólo apartada. Idas y vueltas, Aruska, mi mamá y el tío Mario afuera nerviosos, tratando de hablar con mi hermano Joel en Miami, que me había comprado el pasaje de avión.
Y no era conmigo nada más. Incluso una ciudadana mexicana estaba indignada, reclamando a gritos cómo le pedían una carta de invitación para irse a su casa en México por tener doble nacionalidad. Otra media docena de personas estaban reclamando atropellos similares. Se me ocurrió mostrarle mi pasaje a otra persona en un counter distinto y listo, me hicieron check-in con los mismos requisitos que antes rechazaron.
Revisión con Rayos X que fue lenta, una revisión de equipaje más lento aún y luego vi a todos los demás pasajeros "varados" adentro. Jamás supe si querían plata, sólo joder o necesitaban tiempo.
Me deslumbró Cancún, donde me vi con Darlene Hernández, mi chica soñada del colegio que en ese momento nunca supo de mis sentimientos. Almorzamos comida mexicana, unas buenas cervezas y me fui ebrio a Ciudad de México, donde me esperaba Martín López, un amigo mexicano que conocí en el Global Fact de Sudáfrica. Me quedé en su casa, hablamos un largo rato con sus papás, tomamos el subterráneo y tratamos de cenar afuera, pero las restricciones de la pandemia lo impidieron.
Al volver y al día siguiente el duelo me pegó durísimo. No podía comer, tenía un nudo en la garganta y sólo comí algo de fruta. Lloré delante de todos diciendo que aunque migraba en avión y con contrato de trabajo me había ido de Venezuela sin querer hacerlo, porque las circunstancias eran cada vez más duras de resistir. Y sí, teníamos Internet, incluso Netflix, posibilidades económicas para comer bien, incluso salir, pagar por conseguir agua o gas doméstico mejor que muchos otros, pero había penurias más universales como los apagones, las reducidas posibilidades de entretenimiento e incluso la evolución profesional.
Tuve un buen trabajo en El Nacional, cuando en su sala de redacción apenas quedaban personas y atravesaba su últimas etapa de supervivencia. Un perfil profesional reconocido por mi carrera en periodismo de datos, factchecking, Excel, ambiente, desde Maracay, con oportunidades para tener ingresos diversos dando clases, escribiendo reportajes dentro y fuera del país e incluso para seguir viajando, pero también había un estancamiento propio de organizaciones que sobreviven en vez de crecer, que permanecen por esfuerzo en vez de reconocimiento.
Desde 2012 casi todos los años había salido a Argentina, Costa Rica, México, Turquía, Sudáfrica, Madrid, París. Sabía que había un mundo que siguió adelante mientras nosotros no teníamos Spotify ni Uber. Estábamos con amigos, salíamos a la playa, no estábamos en lo peor pero se dio una oportunidad y la tomamos.
A dos años fuera, ha habido altas y bajas. Con fortuna la mayoría han sido muy positivas e incluso siento que ya estoy entrando en el ciclo de oportunidades y reconocimiento que tenía en Venezuela, a pesar de haber cambiado de trabajo y de aún no tener un círculo profesional más cercano a más colegas colombianos. Y sí, desde que Gustavo Petro llegó al poder, un ambiente menos amable que con Iván Duque en materia institucional, legal y cultural, sin que debamos hablar de la gravedad de los episodios de xenofobia de Chile y Perú, aunque ha desmejorado con el acercamiento al gobierno de Maduro y sus narrativas anti-EEUU, de negación de la migración y el supuesto regreso a Venezuela.
Y tenemos duelo. Porque ahora ya no vivimos en un lugar con la red de apoyo familiar, de amigos y conocidos de antes. Porque tenemos que tomar avión para ir a la playa. Porque hay nostalgia por lo pasado aunque también alegría por lo nuevo. Porque nos gustan cosas y nos desagradan otras, porque el cambio es bueno pero no siempre un paseo. Por muchas razones más, pequeñas y grandes, pero con Cédula de Extranjería, trabajo y mejor vida, también tenemos un duelo que nos duró muchos meses. E incluso a veces todavía se me "agua el guarapo" cuando leo o veo algunas cosas de Maracay, noticias de allá o recuerdos.
Y sí, a pesar de tener una Cédula de Extranjería que me da -por ahora- un estatus legal más cómodo. A pesar de un contrato con un buen sueldo que me abrió al mundo laboral, profesional y social por una puerta inmensa. A pesar de mi visa de trabajo (que no me dejaron sacar en Venezuela) pero ese es tema para otra publicación. Porque también somos, Aruska y yo, venezolanos que nos vimos forzados a buscar y aceptar oportunidades que de otra manera, sin el desastre político, económico y las amenazas personales que sufrí en Venezuela, no hubiese considerado ni tomado de otra forma. También huimos.
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