Me inscribí en el Centro Nippon, a una calle de la Avenida Bermúdez y cerca del Hotel Micotti, con más orgullo del que hacía falta. En ese momento estaba teniendo una bonanza económica y no dudé en pagar inscripción, primer mes y hasta comprarme el uniforme apenas pude. Lo siguiente fueron varios meses de mucho ensayo y mayores errores: sentí que nunca aprendería las palabras en japonés, ni memorizaría los katas y mucho menos aprendería a mover las caderas para dar los golpes.
Y cuando casi abandono, empecé a ver la luz. Sí, ya reconocía muchos golpes, me había aprendido un par de katas por la mitad y parecía que medio movía las caderas. Fueron entonces cuatro años auténticamente maravillosos en que hice nuevas amistades, aprendí muchísimo, enseñé a otros y mejoré mi salud física, emocional y mental.
Sería exagerado decir que me iluminé pero sí pude aliviar y mejorar mucho en mí. Mi psoriasis, especialmente en las corvas -detrás de las rodillas- mejoró tanto que casi desaparece en todo mi cuerpo. Mi orgullo fue resquebrajado por niños mucho más avanzados y varios golpes en el kumite (combate) pero también adquirí confianza, velocidad y alegrías por mis propios avances.
Uno creería además que las artes marciales son violentas o muy agresivas, pero niñas pequeñas, personas sin demasiada musculatura y señores practicaban junto a mí. Las películas de acción y el boxeo nos hacen pensar que estas clases serán intercambio de patadas peligrosas y puñetazos potentes, aunque la mayoría del tiempo sea prácticas para aprender técnicas de forma correcta, ejercitar la memoria y la flexibilidad, mejorar la capacidad cardiovascular del cuerpo y pasarla bien.
Cuando llevas un par de años eres capaz de hacer giros hacia atrás, realizar katas de más de 30 movimientos de memoria, saber qué parte del cuerpo mover con instrucciones en japonés, cuál es el orden de los colores de las cintas y defenderte. Nada de intercambios a lo Bruce Lee ni Jackie Chan, nada de partirse la nariz ni quedarse con morados por todas partes del cuerpo.
Claro que hay algunos buenos golpes y hasta alguna lesión, es un deporte de contacto, aunque con una inmensa diferencia entre lo que uno puede ver en un combate televisivo. Acá lo importante es la disciplina, la constancia y la práctica, que además viene con compañerismo, el traspaso de conocimiento ancestral y la auto-superación.
Llegué hasta cinta azul en el estilo Shyto-ryu, el 4to kyu, cuando cayó la pandemia y aún vivía en Venezuela. Hasta entonces hacía dos horas de clases cinco días a la semana, estaba aprendiendo el kata Bassai Dai. Pasaba más de dos horas en el Dojo, porque llegaba temprano para enseñarle a niños y adultos, apoyaba a la Shihan Rafaela Martínez a dar la clase, algunas veces di el calentamiento y porque amaba estar allá.
Después de los primeros meses en los que sentía que jamás iba a aprender, me volví alguien bastante bueno en el combate, mejoraba mi ánimo después de dos horas de práctica y además de la psoriasis, tenía una mucho mejor respiración, flexibilidad y fuerza.
En 2022, ahora en Bogotá, después de no haber hecho nada de kárate en año y medio, ingresé en el Dojo Jishin, con el sensei Andrés Vargas. Ahora el estilo era shoto-kan, lo que me llevó a empezar de nuevo. Algo había aprendido del kárate y de la propia vida: combatir el ego es una batalla titánica, épica, brutal. Los resultados no podrían ser mejores. Pude aguantar mis 9 meses en cinta blanca que me llevaron a una gran recompensa: un examen para avanzar dos cintas de una vez, para luego tener otro examen en diciembre de 2023 y ser cinta naranja, es decir, 7mo kyu.
El kárate me está regalando de nuevo tantos beneficios conocidos: una nueva red de amigos y conocidos, un lugar para aprender y enseñar, para relajarme del estrés y donde tengo un rol distinto al de siempre. En el Dojo de Maracay no era periodista, ni activista ambiental ni tenía temor por expresar ideas políticas, sólo era Jeanfreddy, con mi color de cinta. En Bogotá pasa algo bastante similar, más allá de ser migrante, de ser periodista, estoy allí como un compañero más, como un alumno, como parte de la familia del Dojo.
Siempre que me pregunten lo voy a recomendar: para personas mayores de 70 años o menores de 7, para niñas y niños, para tener beneficios físicos, psicológicos y emocionales, para aprender, pasarla bien y mejorarse a sí mismo, aprendiendo de honor, tradición, disciplina y trabajo en equipo.
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